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«De Baja Kunda a Murreh Kunda, en bicicleta, siempre tienes que seguir el camino principal. Son unos 10 kilómetros. Y una vez estás ahí, la frontera senegalesa está a un par de kilómetros más arriba », me dijo un campesino. El camino principal no deja dudas en la salida de Baja Kunda, un poblado de la Gambia profunda. Pero a medida que dejas atrás los cultivos y te adentras hacia la sabana, aparece más de un camino. O para ser exactos, más de un sendero, que suele ser inconcreto y festejado por arbustos y matorrales de diversa índole. Y, en algunos tramos, hay lodo, que también tienes que evitar. No las tienes todas contigo. A veces parece que, de repente, el sendero se haya terminado. Las dudas te asaltan: «qué hago medio perdido allí donde dios perdió la alpargata?», «Me llevará a alguna parte el supuesto camino?» Piensas que deberías dar la vuelta y no arriesgarte absurdamente. Por si fuera poco, en estos senderos no encuentras ni un alma. Tampoco un triste indicador. Quedas inmerso en la soledad de una naturaleza tropical. Entonces, procuro usar la intuición, que a veces funciona, a la hora de elegir la ruta acertada. El sol pega duro. La senda es más bien empinada. Noto molestias en la rodilla de tanto pedalear, lo que me obliga a ir más lento y, bajo una sombra, hacer un breve descanso. Cuando bajo de la destartalada bicicleta para estirar las piernas, descubro que circulo con unas ruedas medio desinfladas de una bici sin frenos. Paso cerca de baobabs y pequeñas lagunas, que aparecen a raíz de la estación de las lluvias. Intento retener la imagen de estos y otros escenarios pensando en el momento de hacer la vuelta. En la lejanía veo un buey pastando y, unos instantes más tarde, un niño que hace de pastor con el resto del rebaño. El chiquillo va al grano y se desliza con los bóvidos por un lado del bosque. Seguidamente veo un padre y su hijo arando con un caballo. Les pregunto si la aldea de más allá de los sembrados es Murreh Kunda. Me hacen un gesto afirmativo y respiro. Murreh Kunda (o Morreh Kunda o Mure Kunda) es un humilde vecindario de etnia fula: buena parte de las familias viven en chozas redondas cubiertas con techos de caña. En un punto céntrico de Murreh Kunda hay un pozo y un grupo de mujeres manejando la polea. Les pido si me puedo refrescar. Me dejan un cubo con agua. Una vez remojado, les agradezco el gesto y me voy a buscar una especie de tienda de comestibles. Me apetece, una bebida. Y aprovecho para preguntar cómo se llega a la línea divisoria que separa Gambia de Senegal. Me dicen que es muy cerca y me indican el acceso, pero me adelantan que la línea fronteriza es imaginaria: no hay ninguna señal ni por parte de Gambia ni por parte del Senegal. Me dirijo en dirección a Senegal. Paso por campos de cacahuetes y de maíz. Y vuelvo a entrar en la sabana. Calculo que he superado con creces los dos kilómetros. Quiero pensar que he pisado el Senegal. Me siento cansado. Me digo a mí mismo que hoy me he ganado el sueldo. Horas más tarde, estirado en un colchón, leo una reflexión de Gregorio Luri, pedagogo: «existe la posibilidad de conocerte a ti mismo si no te pierdes?»