Baja Kunda, una aldea de la Gambia del este, julio de 2018. Un batiburrillo de chiquillos, desde el portal de su casa, llaman "tubab", "tubab" ... mientras avanzamos por la calle. Sólo darnos la vuelta por el alboroto, los niños nos tienden la mano con una sonrisa de par en par. No damos abasto para hacer tantas encajadas. La ternura que los niños irradian es entrañable. Pero el griterío abruma y, de vez en cuando, optamos por ignorarlos: tras un chiquillo sale otro y otro. No se me hace raro que la tasa de natalidad sea alta en esta república del África occidental. Para acabar de tenerlo todo, las calles son estrechas, embarradas, maltrechas. Y las bocinas de las motos, que te acosan, lo complica un poco más. El tráfico también incluye bicicletas; carros y, sobre todo, animales domésticos que van a su aire.
Al día siguiente repetimos el paseo con unos norteamericanos que hace meses que viven allí. Cuando oyen "tubab", no les gusta demasiado. Enseguida me dicen que no acepte este apelativo por más que sea dicho, de manera ingenua, por los niños. Que lo más adecuado es responder que los blancos también tenemos un nombre propio. Y es que "tubab" no significa otra cosa que "blanco". En Gambia, incluso puedes hacer saber a los locales tu nombre africano, con el que eres rebautizado sólo poner los pies en estas latitudes. "Samba Njie" ha sido mi nombre y apellido gambiano respectivamente.
Alex Haley, autor de Raíces, novela histórica situada en el siglo XVIII, escribe que peor que los leones y las panteras eran los "tubab" y sus cómplices negros, los “slatees”, que se arrastraban entre las hierbas para robar gente de su casa y llevarla, en canoas, a lugares lejanos: «donde se los comen». Haley añade que cada canoa "tubab" que entraba en el Kamby Bolongo, que en mandinga significa "río", disparaba diecinueve cañonazos de saludo al rey de Barra: «los agentes personales (del monarca africano) entregaban a los" tubab " a la gente que tenían de llevarse. Eran, generalmente, criminales o morosos. O opositores.» Pero también jóvenes que apenas había atravesado a la otra orilla del río Gambia. Ni entendían lo que estaba pasando. Los secuestros de los “slatees” y otros episodios turbulentos han quedado incrustados en el imaginario subsahariano. Y es que fueron unos 3 millones las víctimas de la trata de esclavos en el continente africano.
Esto explica que el perfil de los extraños seres blancos y peludos, que raptaban chicos sanos y salvos, sea la versión africana del Hombre del saco: sirve a las abuelas gambianas para hacer obedecer a los muchachos traviesos.
La negritud, en el transcurso de la historia, no ha parado de ser cruelmente tratada por parte del hombre blanco, salvo contadas excepciones. De hecho, la cacería de esclavos tuvo un segundo capítulo en África Occidental del siglo XX. No pasemos por alto que Gambia fue uno de los territorios de ultramar del imperio británico hasta 1965. A raíz de esta dependencia colonial, muchos jóvenes gambianos fueron llamados a filas cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Los más viejos de Baja Kunda y otros rincones del Upper River, afirman que algunas familias pudieron detener la convocatoria del Ministerio Británico de la Guerra a cambio jugosas compensaciones. Los que no tenían ni cinco, escondían los hijos en los puntos más remotos de la sabana. Los intentos de fuga fueron en vano: había bocazas por todas partes. En resumen, varias levas de gambianos, con escasa preparación militar, fueron enviados a primera línea de fuego. Los vecinos de Baja Kunda nunca lo han olvidado. Pero aún hace más grima cuando te cuentan que los gambianos que salvaron la vida, una vez acabada la guerra, fueron embarcados por la metrópoli en un barco que nunca llegó a Banjul, capital de Gambia. Hay voces que aseguran que Londres hizo lo imposible para ahorrarse las pensiones de los soldados y otros pagos de posguerra. Tanto es así, que la embarcación que llevaba los reclutas africanos a casa sufrió un naufragio intencionado, donde perdieron la vida el grueso del pasaje. Sobre la juventud de una Gambia humilde que se vio envuelta en una guerra, que no era la suya, no se dice ni mu.
El desprecio hacia el mundo negro persiste en pleno siglo XXI, por más que se quiera disimular. Ngugi wa Thiong'o, novelista keniata, afirma que los africanos han sido mano de obra barata desde los tiempos del esclavismo: «no han tenido muchas oportunidades de hacer oír su voz y sus historias no han merecido mucha atención ». Thiong'o es del parecer que el tiempo juega a favor de los oprimidos que se esfuerzan por recuperar la dignidad.
Quim G.